Proteus Anguinus
Antes que nada, el coleccionista se documentó bien. Deseaba sobre todas las cosas, desde que el maldito párrafo había aparecido ante sus ojos, incorporar un ejemplar de proteus anguinus a su cámara. Traer maravillas siempre tenía algo de arriesgado, así fuesen las más intelectuales, pero algo le decía que esto en particular iba a ser un quest solitario y desafiante. En ningún caso se imaginó, eso sí, que por primera vez iba a hacer algo delictivo.
Proteus anguinus había sido una especie de orgullo nacional para la antigua Yugoslavia, un símbolo de rareza y anomalía y quizá hasta de la originalidad de estos pueblos. Pero había permanecido ajeno, sepultado en la más completa oscuridad de su hábitat, a todas las guerras que habían acontecido sobre su cabeza. Ahora era de todos, lo que es lo mismo que decir que no era de nadie. Esto es, tenía que ser suyo.
Cuando comenzó a indagar, rápidamente se dio cuenta de que no le iban a servir ninguno de sus cauces habituales. Ni las librerías ni los anticuarios, ni siquiera el judío que tenía encargado ir detrás de unos garabatos de Terry Gilliam (no había prisa, sabía exactamente dónde se encontraban). Proteus era distinto. Era casi mitológico. Y debía llegar vivo. Vivo y respirando por sus cuatro branquias, por su piel luminosa, por sus pulmones alentejados. Vivo y fosforescente.
Cuando se lo pidió a los del sector serbio, hicieron ademán de querer pegarle. Cuando se lo planteó a los croatas, encogieron levemente los hombros. "Koliko novac?" No necesitó, pues, acudir a los demás. Pero le pidieron una cantidad desorbitada, tanto, que se vio obligado a vender algunas cosas. Nunca le había importado tan poco desprenderse de su colección.
Han pasado algunos meses. Desde que supuestamente llegó a un acuerdo con ellos (nunca se puede saber con certeza qué estás diciendo si te ayudas de un diccionario de antes de la fragmentación) no ha sabido nada nuevo. Se llevaron la mitad por adelantado, mucho, mucho dinero. Pero sabe, siente, que el proteo está cerca. Ha derribado la parte trasera de la casa, ha construido un remedo de cueva, una réplica exacta a una que visitó una vez en su adolescencia. Sin la ayuda de nadie (pues, si no, tendría que dar demasiadas explicaciones), ha traído roca volcánica, ha sembrado por doquier especies de hongos y líquenes arrastrados, ha instalado un sistema de humidificación constante y, directamente al proveedor del ejército norteamericano, ha comprado un equipo de visión nocturna.
Quizá sea su último capricho pero, a buen seguro, no puede haber nada más cercano a su propia palidez de pergamino. Es la losa con la que vive, la sensación de no pertenecer a este mundo; por primera vez, sabe que hay otro ser tan indefinido como él. Tan sólo imaginándolo puede sentir cómo se funden las cadenas que le aprisionan el espíritu cuando se deja atrapar por la melancolía.
Por lo demás, no tendrá que alimentarlo.
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