Saturday, March 24, 2007 at 7:51 PM

Lacrimología (1)

"El mundo del hombre feliz es otro que el del infeliz"
Heidegger (citado en Filosofía del Tedio, Lars Svendsen. Tusquets, 2006).


La taquígrafa

El día en que el coleccionista trató de salir de su crisis, algo vino a sacarlo. Es sabido que su norma de conducta le impide estrictamente rechazar la melancolía: cuando ella tiene a bien hacer presa, cual halcón, de su persona, pobre ratoncito, él se deja hacer. Pero tiene la sospecha de que esta vez la crisis se está prolongando más allá de lo razonable. Porque llorar, en sí, no es síntoma de melancolía, y por eso mismo está más enfadado; llorar es un resquicio, una escapatoria del globo hinchado y fétido en que lo convierte, cada vez, el ataque; la ausencia de llanto, la falta de emoción alguna, el completo abandono de toda tristeza -con la que se confunde la melancolía tan a menudo-, el espejo inhospitalario, la parálisis de la mente, incapacitada para adquirir de la realidad más que tonos deslavados y muertos… La melancolía ahoga, oprime los conectores, los sensores que hacen que nos sintamos “bien”. Esa sensación, del padre de familia que el domingo remolonea en la cama hasta pasado el mediodía, y cuando se levanta por fin y todo en la casa tiene un ritmo interno con el que sin dificultad se acopla, ese sentir que todo está “bien”... La melancolía lo anula. Cualquier intento de conectar es faux pas. El arrebato furioso es, incluso, más melancólico que gimotear cual taquígrafa despechada. En el pasado, el coleccionista pasó a destrozar secciones enteras de la cámara, buscando calmar su ansia. ¿Se ha vuelto conservador? Más bien se ha vuelto idiota. El asunto es que lleva semanas entre el sopor y el llanto, fabricando charcos de sal, durmiendo sobre ellos, desplegando sus miembros en las baldosas, retorciéndose en babas, llamándose cobarde y miserable y a veces hasta bobo.

Todo empezó por un bloqueo. Es lo que sucede siempre que se encapricha demasiado con cualquiera de sus adquisiciones: viene lo nuevo con su arrebatador poder a curarlo, a restañar esa negrura del alma abierta en canal, pero el entusiasmo, tarde o temprano, se convierte en hastío. Una nueva pieza en la colección, otro muerto-en-vida colgado de la pared, un objeto más, incapaz de taponar ese agujero. De verdad, él preferiría volver a… cierto estado… que posiblemente alguna vez… tuvo… Preferiría enamorarse como taquígrafa, aficionándose a algo, probándolo con amigas en encantadoras veladas vespertinas, expresando con albricias –no muy efusivas- un entusiasmo de salón, e incrementando su ya de por sí enorme diletantismo. Él no sabe hacer eso. Toma, palpa, refriega, lame, ventosea, salpica, sorbe, olfatea, recorre, conversa con su nueva pieza, cuando ésta lo vale, hasta saturarse. Eso es lo que hacen los coleccionistas.

Como taquígrafa, coleccionaría maripositas y sus vitrinas rebosarían orden burgués y cuidado de solterona. Para él es distinto. Cuando se satura, sobreviene el tedio. Cuando ya no puede seguir mirando a esa cosa, debe mirarse a sí mismo. Y entonces se odia.

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