Tuesday, January 30, 2007 at 5:40 PM

Un nuevo Demócrito

Su nuevo amigo, Gepe, forma parte ahora de su colección, pero aún no está superado. Hay privilegiadas ocasiones en que, por más que haya situado el objeto en el mejor de los lugares, por más que haya dejado la obra encerrada bajo siete llaves, las parcelas de la colección reacomodadas, el sitio asegurado, las cortinas corridas; por más que se centre en privarse del estímulo y desee saltar ávidamente a una nueva presa, la obsesión se fija, se ceba en él. Tendría que salir de caza. Esta vez no sabe cómo. El coleccionista aguarda, casi a punto de perder la paciencia, una senda, un filón que proponga una manera de librarse de la cantinela. Y si no tengo na que decir, y si no tengo na que cantar, pa qué pierdo el tiempo así, si lo dicho ya dicho está. Y si no tengo na que sentir, y si no tengo na que pensar (Namás). Vanidad de vanidades, resuena aquí. Se puede decir de muchas formas pero la más sencilla, y la más cursi, es que ha encontrado un alma gemela. Aún no ha podido agradecérselo a Eva. A decir verdad, no ha hecho grandes esfuerzos.

No sabe qué hay detrás de ese oscuro sobrenombre. ¿Identidad soterrada? ¿Timidez hermana? ¿Genuina humildad? Se acuerda sin esperarlo (¿he aquí la senda?) de aquél que también formó parte de sus obsesiones y que hoy se encuentra a buen recaudo, despiezado, en arcones, en estanterías cargadas por doquier, un poco muerto a la par que un poco vivo por las habitaciones. Se le ha escapado un suspiro, estúpido coleccionista, y un ostensible hilo de baba. El clérigo escribano, el compilador solitario, el acumulador de sabiduría y conocimientos, de retazos útiles y lógicos y fundamentales acerca de la melancolía, el que lo supo todo antes que nadie, el que inventó la enciclopedia a su modo, el que halló los remedios y los atajos, el que recorrió todos los caminos del mal, el humilde, y genial, Robert Burton.

Él, Robert Burton, estudiante eterno, filósofo sin sistema, quiso ocultar su nombre, estar por debajo de su obra, de su impresionante colección, callar, para dejar hablar a otros. Se estremece recordando ese soberano gesto. Se apodó “un nuevo Demócrito”, Democritus Junior. Eligió el nombre del pensador griego porque, dijo, era “un hombrecillo anciano y fatigoso, muy melancólico por naturaleza”. Y se cuenta que, siendo ya maduro, se quitó la vista deliberadamente “con la intención de poder contemplar mejor las cosas y, ciego, escribió sobre todas las materias posibles” (Anatomía de la Melancolía, Robert Burton).

El coleccionista vuelve a suspirar, masticando algo. No pretende sacarse los ojos. Su relativismo extremo no se lo permite. Aunque, de no poder librarse de Gepe, deberá pensar en algo drástico. Se sabe, sin embargo, demasiado poca cosa para tamaño gesto… ¿Le falta valor? Más bien le sobra sentido del ridículo. Pero su hambre estética, incansable, sabe cubrirse, enterrarse en humildad; no quiere compararse con el monje Burton, la constancia no es una de sus virtudes. Si fundó la cámara es por… Da vueltas a algo, lentamente, en la boca.

Nada hay absoluto. Nada le complace de forma universal. Todo lo interesante es consumido y después, por muy coleccionable que sea, desechado. A pesar de todo, se esfuerza. Si la cosa, esa cosa, desprende un mínimo atisbo de maravilla, un espejismo de perdurabilidad, si le sobreviene un estremecimiento mínimo, si la carne se le pone de la cualidad del pollo en su presencia, si su contemplación o su escucha produce un sobresalto interior o un pliegue en el tiempo… Pedazo de cobarde, ahora te has acordado de Eva... Se sabe un pedazo de materia orgánica destinada a pudrirse. Él no posee la grandeza de sus admirados sabios, jamás podrá dedicarse a una sola tarea, a un único saber, a una misión tan preclara. Él sólo sabe dejar correr las lágrimas cuando (¿es quizá fruto de la casualidad?), en una pieza de pop, se cuela tal cantidad de clarividencia, de pequeña filosofía, visionaria, desapasionada, hogareña, humilde.

Robert Burton hizo algo con el mal: escribió el mayor tratado existente sobre el tema, un refugio de tranquilidad para depresivos y melancólicos. Demócrito dio un paso final en pos de curarse. Hasta Gepe extrae maravillas de la turbiedad. Pero él no. Él la tiene, la padece, la disfruta el muy cerdo. La melancolía. La enfermedad de los ojos lo habita, lo habita muy mal. Contra eso no hay nada que hacer. Salvo comerse, de a poquito, dándole vueltas en la mezquina boca, la carátula de la obra que se dejó olvidada ella, su última adquisición para la cámara, definitivamente archivada. Qué respiro.

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