Lacrimología (3)
Repasar ahora cómo y cuándo conoció al judío es algo en lo que el coleccionista no está mínimamente interesado. Está, va y viene, se le localiza si se le quiere encontrar, cuando hace falta aparece. Ahora el coleccionista vuelve a ser persona. Por mucho que el judío le haya conseguido algunas de las maravillas más valiosas de la colección, no puede fiarse. No lo hace, no por judío, sino porque no se fiaría de su abuela. Si la tuviera. Claro que, si la tuviera, ésta ya le habría sacado la piel del culo a latigazos. Sencillamente, se ahorró el baño y lo huevos como bolitas de condimento francés, gracias al judío. Es todo lo que, por ahora, necesitamos saber.
Definitivamente no es así. El coleccionista ha mordido, una vez más, el anzuelo y el judío, que no ha vuelto a dar señales de vida desde el otro día, lo sabe. Un misterioso retrato que se creía desaparecido, un mechón de pelo certificado de Mata-Hari, una lengüeta con el ADN de Boris Vian, un zapato (izquierdo) de Robespierre, un manuscrito de un monje que hubo de ser quemado vivo para evitar la propagación de la palabra del demonio, la colilla de un cigarro manufacturado por Tristan Tzara, un sandwich a medio masticar que Christian Bale olvidó mientras rodaba American Psycho… El judío puede conseguirlo todo. Pero consigue, justamente, aquello que el coleccionista necesita en cada momento. Cosas, cosas, cosas, reliquias, manufacturas, sonidos, materias, vestigios que alimentan su voracidad fetichista. Cosas que, momentáneamente, le ofrecen el espejo de lo que pudo haber sido. Cosas que, por el poder que les atribuye, tienen la efímera virtud de sugerir un… empequeñecimiento del intervalo… un… enlentecimiento del lapso… entre el instante presente y el otro instante presente. Pobre, acojonado coleccionista.
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