La prueba
Lacrimología. La ciencia del llanto. Le está costando descifrar las escasas, informales noticias –todas un poco redundantes- que ha ido encontrando, escarbando en archivos y bibliotecas. Lleva un traje, precioso traje heredado, de color notoriamente berenjena, pero muy oscuro, el pantalón algo elefantino y el corte de la chaqueta semejante –muy semejante- a una levita. Sumado al hecho de que su acidulada barriga respira fuera del pantalón… el conjunto despierta reacciones diversas. Cuando levanta la cabeza, quien lo observe (si es que lo hace alguien) podrá ver unos extraviados ojos al fondo de una cara redonda, algo amoratada (pero puede ser reflejo de la vestimenta). Quien se siente al frente pensará que esos ojos se percatan de su presencia, reaccionan, pero no, inmediatamente volverán al libro o la pantalla, hechizados –por ahora- en la pluscuamperfecta sincronía entre su deseo y sus hallazgos. He ahí la quintaesencia del melancólico: creer que su mal tiene cura. Un diabético acudirá a su sesión, una y otra vez, vigilante de cumplir estrictamente el rito, consiciente de que sin dicha repetición no hay bienestar. El coleccionista acude, una y otra vez, al enésimo reclamo de su atención en el prodigioso, infantil autoengaño de que esta vez se cura. Como se puede bromear dos docenas de veces a un niño con el mismo truco, así se caga él mismo. Payaso. Pero, mientras tanto, ha hecho algunos descubrimiento interesantes.
La lacrimología está ligada al nombre de un tal Ronald P. Vincent, uno de esos personajes planos y oscuros de los profundos Estados Unidos que, en los cuarenta, perdió a su mujer, en un aparatoso –y poco creíble- accidente. Imagina el coche familiar gigante, como todo ese país, imagina el quitanieves (gigante por descontado) aplastando sin miramientos la mecánica y la carne al mismo tiempo. Mucha gente pierde a seres queridos, en cada instante un centenar de personas. Ese solo dato (y no hay muchos más) no dice demasiado. Pero Vincent escribió un libro, cuyo título no puede resultarle más seductor. “Bastardo”, ha escrito en el dorso de una de sus fotocopias. “Lo quiero ya”.
No es idiota, también ha leído que el tal libro no existe. Que es todo un invento publicitario de unos tipos. Un grupo musical. Un grupo de rock, para más señas. De rock progresivo. Metal-rock-prog, ha leído. Necesita una prueba. Necesita creer.
Esa misma mañana, ha hecho una transferencia vía pay-pal al judío. Mil euros. La respuesta ha llegado sólo quince minutos después. Al salir de la Biblioteca, ha tropezado con algo. Un trozo de moqueta, una bolsa de plástico enrollada... Sin pararse a averiguar la naturaleza del obstáculo, se ha levantado para ver en la pared, en tinta roja, la respuesta del judío.
Cien veces eso.
Admitamos por un momento que el libro, como dicen los sensatos, no existe. Que fans del mundo entero han perseguido cualquier vestigio de la ciencia, buscando adherirse a un culto imposible, confiando en comunicarse de una manera más profunda con su banda, y han realizado todo tipo de pesquisas en busca de una prueba de vida del tal Ronald P. Vincent, persiguiendo una copia del dichoso libro. Ni la Biblioteca del Congreso tiene un solo atisbo de su existencia. Jamás se ha escrito, la lacrimología es una gran broma. Pero el judío, el judío lo tiene. El coleccionista, de vuelta a casa, sin notar ni el crepúsculo ni las cortas faldas de todas las chicas que se ríen de su pelo como espaguetis grasos al viento, va en este momento decidiendo si le convendrá más deshacerse de un riñón o de una córnea. No por con cual de ellos, por separado, conservará una calidad de vida más parecida a la actual sino porque, vendiéndolo, cuál le conseguirá la cifra que le exige. Su dealer.
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