Wednesday, May 23, 2007 at 8:20 AM

Barranco

(el coleccionista anotó en algún lugar)

R.B, en el prólogo: ¿Quién no es necio, quién está libre de melancolía? ¿A quién no le ha alcanzado más o menos en hábito o en disposición? Si es en disposición, "las malas disposiciones producen malos hábitos si perseveran", dice Plutarco, y los hábitos o son o se convierten en enfermedades.

Disposición – hábito – enfermedad; como si sufrir melancolía fuese fruto de nuestras acciones, por una errónea actitud o por un descuido. Como si caer en la melancolía fuese parecido, en cierta manera, a caer por un barranco.

Necio, vale. Pero sufrir, sufrir, yo no sufro.

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Monday, April 16, 2007 at 12:28 AM

Lacrimología (5)

El silencio

Ningún culto alternativo o tradicional va a seducirlo a sus años. Después de todo lo que ha visto. No es eso. Las doctrinas son para aprender de ellas, reflexionar la argumentación, desmontar sus precarias arquitecturas de palillos; no para seguirlas, no para sumarse a ninguna manada. Son para coleccionarlas, como el entomólogo diseca bichos en cajitas aterciopeladas. Estudia y repasa y vuelve a leer la información que ha conseguido, frases sueltas, datos aislados. Muy poco, demasiado poco. Si existió Robert P. Vincent y sintió en un momento dado una claridad del alma oculta en el interior de la montaña de dolor que se le vino encima, si ese hombre reanudó su vida bajo un paraguas de sentido que antes, posiblemente, ni siquiera intuía… Más allá de la puerta, está el libro de un ser iluminado por una sabiduría que muy pocos van a alcanzar, ni por un instante, en sus jodidas vidas. Se siente un heroínomano que quisiese chutarse y sólo consigue pensar en ello. Eso es dolor. El dolor le asegura al menos su lado físico; hace tangible el hueco. El deseo se prolonga y eso produce mayor dolor, retroalimenta la farsa. El silencio del judío lo desespera más que si le hubiese dado un ultimátum. Cuanto más crece el deseo, más le duele. Cuanto más dura el silencio, más sufre. Tiene algo de penetración torcida, de tenaza haciendo saltar tensos cables interiores. Ya no sale, ha abandonado las bibliotecas, ha dado por perdida la batalla. Suena dentro la afinación de unas cuerdas maniáticas, unos tambores asesinos, una fornicación sin miedo, sin pausa, sin esperanza alguna. La investigación ha terminado, él vuelve a encerrarse en la cámara. El tintín de los hielos invitándolo otra vez. Unas cuantas, mugrientas fotocopias, han pasado a convertirse en pedacitos de un centímetro cuadrado… Planeaba metérselos en la boca, tragarlos fragmento a fragmento, como penitencia. Pero en la deslavada luz de esa cocina ha tenido una revelación. Hará sonar, uno tras otro, sin tregua al silencio, los cinco discos de la banda, de la banda de rock, de los músicos de rock progresivo, de metal-rock-prog, inventores de tamaña broma. Esta vez, las carátulas, se las va a comer su tía. O la tortuga aligator, que debe andar por algún rincón. No, mejor no. La va a poner en la bañera, a ver si le muerde los huevos. Mientras, los hielos esta vez van a ir al vaso. Con whisky. El coleccionista no entiende de metal-prog-rock, pero esto no suena mal.

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Sunday, April 08, 2007 at 11:56 AM

Lacrimología (4)

La prueba

Lacrimología. La ciencia del llanto. Le está costando descifrar las escasas, informales noticias –todas un poco redundantes- que ha ido encontrando, escarbando en archivos y bibliotecas. Lleva un traje, precioso traje heredado, de color notoriamente berenjena, pero muy oscuro, el pantalón algo elefantino y el corte de la chaqueta semejante –muy semejante- a una levita. Sumado al hecho de que su acidulada barriga respira fuera del pantalón… el conjunto despierta reacciones diversas. Cuando levanta la cabeza, quien lo observe (si es que lo hace alguien) podrá ver unos extraviados ojos al fondo de una cara redonda, algo amoratada (pero puede ser reflejo de la vestimenta). Quien se siente al frente pensará que esos ojos se percatan de su presencia, reaccionan, pero no, inmediatamente volverán al libro o la pantalla, hechizados –por ahora- en la pluscuamperfecta sincronía entre su deseo y sus hallazgos. He ahí la quintaesencia del melancólico: creer que su mal tiene cura. Un diabético acudirá a su sesión, una y otra vez, vigilante de cumplir estrictamente el rito, consiciente de que sin dicha repetición no hay bienestar. El coleccionista acude, una y otra vez, al enésimo reclamo de su atención en el prodigioso, infantil autoengaño de que esta vez se cura. Como se puede bromear dos docenas de veces a un niño con el mismo truco, así se caga él mismo. Payaso. Pero, mientras tanto, ha hecho algunos descubrimiento interesantes.

La lacrimología está ligada al nombre de un tal Ronald P. Vincent, uno de esos personajes planos y oscuros de los profundos Estados Unidos que, en los cuarenta, perdió a su mujer, en un aparatoso –y poco creíble- accidente. Imagina el coche familiar gigante, como todo ese país, imagina el quitanieves (gigante por descontado) aplastando sin miramientos la mecánica y la carne al mismo tiempo. Mucha gente pierde a seres queridos, en cada instante un centenar de personas. Ese solo dato (y no hay muchos más) no dice demasiado. Pero Vincent escribió un libro, cuyo título no puede resultarle más seductor. “Bastardo”, ha escrito en el dorso de una de sus fotocopias. “Lo quiero ya”.

No es idiota, también ha leído que el tal libro no existe. Que es todo un invento publicitario de unos tipos. Un grupo musical. Un grupo de rock, para más señas. De rock progresivo. Metal-rock-prog, ha leído. Necesita una prueba. Necesita creer.

Esa misma mañana, ha hecho una transferencia vía pay-pal al judío. Mil euros. La respuesta ha llegado sólo quince minutos después. Al salir de la Biblioteca, ha tropezado con algo. Un trozo de moqueta, una bolsa de plástico enrollada... Sin pararse a averiguar la naturaleza del obstáculo, se ha levantado para ver en la pared, en tinta roja, la respuesta del judío.

Cien veces eso.

la prueba

Admitamos por un momento que el libro, como dicen los sensatos, no existe. Que fans del mundo entero han perseguido cualquier vestigio de la ciencia, buscando adherirse a un culto imposible, confiando en comunicarse de una manera más profunda con su banda, y han realizado todo tipo de pesquisas en busca de una prueba de vida del tal Ronald P. Vincent, persiguiendo una copia del dichoso libro. Ni la Biblioteca del Congreso tiene un solo atisbo de su existencia. Jamás se ha escrito, la lacrimología es una gran broma. Pero el judío, el judío lo tiene. El coleccionista, de vuelta a casa, sin notar ni el crepúsculo ni las cortas faldas de todas las chicas que se ríen de su pelo como espaguetis grasos al viento, va en este momento decidiendo si le convendrá más deshacerse de un riñón o de una córnea. No por con cual de ellos, por separado, conservará una calidad de vida más parecida a la actual sino porque, vendiéndolo, cuál le conseguirá la cifra que le exige. Su dealer.

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