Tuesday, March 27, 2007 at 3:32 PM

Lacrimología (3)

El judío

Repasar ahora cómo y cuándo conoció al judío es algo en lo que el coleccionista no está mínimamente interesado. Está, va y viene, se le localiza si se le quiere encontrar, cuando hace falta aparece. Ahora el coleccionista vuelve a ser persona. Por mucho que el judío le haya conseguido algunas de las maravillas más valiosas de la colección, no puede fiarse. No lo hace, no por judío, sino porque no se fiaría de su abuela. Si la tuviera. Claro que, si la tuviera, ésta ya le habría sacado la piel del culo a latigazos. Sencillamente, se ahorró el baño y lo huevos como bolitas de condimento francés, gracias al judío. Es todo lo que, por ahora, necesitamos saber.

Definitivamente no es así. El coleccionista ha mordido, una vez más, el anzuelo y el judío, que no ha vuelto a dar señales de vida desde el otro día, lo sabe. Un misterioso retrato que se creía desaparecido, un mechón de pelo certificado de Mata-Hari, una lengüeta con el ADN de Boris Vian, un zapato (izquierdo) de Robespierre, un manuscrito de un monje que hubo de ser quemado vivo para evitar la propagación de la palabra del demonio, la colilla de un cigarro manufacturado por Tristan Tzara, un sandwich a medio masticar que Christian Bale olvidó mientras rodaba American Psycho… El judío puede conseguirlo todo. Pero consigue, justamente, aquello que el coleccionista necesita en cada momento. Cosas, cosas, cosas, reliquias, manufacturas, sonidos, materias, vestigios que alimentan su voracidad fetichista. Cosas que, momentáneamente, le ofrecen el espejo de lo que pudo haber sido. Cosas que, por el poder que les atribuye, tienen la efímera virtud de sugerir un… empequeñecimiento del intervalo… un… enlentecimiento del lapso… entre el instante presente y el otro instante presente. Pobre, acojonado coleccionista.

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Monday, March 26, 2007 at 12:45 AM

Lacrimología (2)

El timbre


Algo vino a sacarlo, decíamos. El timbre de la puerta, más concretamente. Para entonces, estaba sumergiendo la cabeza y los brazos, alternativamente, en un balde con agua e hielo a partes iguales. Pasar un poco de dolor físico para lavar el dolor de viejecita que lo tiene postrado. La estategia es antigua, no por eso menos efectiva. Verterse café caliente directamente a la garganta, arrancarse un trozo de uña con los párpados sujetos por pinzas, cercenar pequeñas esquirlas de piel de algún lugar bien mullidito… Todo muy inofensivo. Como no le ha gustado demasiado el aspecto que tienen sus glúteos después de la última sesión, el hielo ha resultado ser la mejor idea: una anti-versión cristalina del lodazal negro que tiene dentro. Nada lo llena, nada lo sacia, nada satisface al monstruo. Se impone el siguiente paso, poner hielos nuevecitos directamente en la bañera y depositar dentro su fofo cuerpo de coleccionista. Infringirse un daño que, al menos, dé motivo al llanto. Darse verdadera lástima. Alguien, alguien debería hacerlo por él. Si sólo los serbios se enteraran de que finalmente consiguió el proteo

Los hielos haciendo tintín, invitándolo con sorna a unirse a su fiesta, y el timbre que suena. Un acontecimiento extraordinario, dado que el coleccionista, desde que se mudó con sus cachivaches inservibles a este lugar que él llama “cámara de las maravilas” (¡hay que ser pretencioso!), no tiene timbre instalado. Pero el timbre, no hay duda, ha sonado. Con los huevos colgando, los ojos desencajados, los brazos inertes cuajados de vello y piel escamosa, corretea por las esquinas de su cerebro preguntándose si no se tratará de alguna de las cajas de música del siglo XVIII que están en la otra planta. Pero el timbre ha sonado. Es más, vuelve a sonar. Los hielos refulgen con un brillo interior esta vez, en la habitación a oscuras, y el brillo se instala en su cabeza de maniático. Descalzo, recorre el camino a trancas pisando trozos de muñecas, sacos de arena abiertos, vinilos rotos, maderas de alguna antigualla desahuciada, porcelanas en añicos, frascos de formol y partes de los bichos que contenían… Desnudo, descubierto, desarmado. El timbre ha sonado una vez más en su cabeza. Qué timbre, imbécil de mierda. Qué puerta. Qué camino, qué puto pasillo. Qué gramófono enloquecido has dejado enganchado al surco de tu última sesión. Se agarra los huevos, que por primera vez siente en toda su genuina sensibilidad, y se le ponen los ojos blancos: “Más me vale que sean los serbios”.

Bajo la esquirla de luz de la puerta, un par de sombras se desplazan, intranquilas. Luego, otra, más densa, se convierte en un trozo de papel rectangular. Viendo cómo las dos sombras retroceden y desaparecen de la línea blanca, recoge el papel, que resulta ser una hoja impresa, algo sacado de… ¿internet? Desdobla y lee. “Lachrymology”. “Ronald P. Vicent wrote the famous book”… “The art of crying”… Los hielos tintenean aún en su cabeza, agigantando, realimentándose. Al final de la página, con rotulador rojo: “¿Lo quieres?”. El judío, no podía ser otro.

Lachrymology

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Saturday, March 24, 2007 at 7:51 PM

Lacrimología (1)

"El mundo del hombre feliz es otro que el del infeliz"
Heidegger (citado en Filosofía del Tedio, Lars Svendsen. Tusquets, 2006).


La taquígrafa

El día en que el coleccionista trató de salir de su crisis, algo vino a sacarlo. Es sabido que su norma de conducta le impide estrictamente rechazar la melancolía: cuando ella tiene a bien hacer presa, cual halcón, de su persona, pobre ratoncito, él se deja hacer. Pero tiene la sospecha de que esta vez la crisis se está prolongando más allá de lo razonable. Porque llorar, en sí, no es síntoma de melancolía, y por eso mismo está más enfadado; llorar es un resquicio, una escapatoria del globo hinchado y fétido en que lo convierte, cada vez, el ataque; la ausencia de llanto, la falta de emoción alguna, el completo abandono de toda tristeza -con la que se confunde la melancolía tan a menudo-, el espejo inhospitalario, la parálisis de la mente, incapacitada para adquirir de la realidad más que tonos deslavados y muertos… La melancolía ahoga, oprime los conectores, los sensores que hacen que nos sintamos “bien”. Esa sensación, del padre de familia que el domingo remolonea en la cama hasta pasado el mediodía, y cuando se levanta por fin y todo en la casa tiene un ritmo interno con el que sin dificultad se acopla, ese sentir que todo está “bien”... La melancolía lo anula. Cualquier intento de conectar es faux pas. El arrebato furioso es, incluso, más melancólico que gimotear cual taquígrafa despechada. En el pasado, el coleccionista pasó a destrozar secciones enteras de la cámara, buscando calmar su ansia. ¿Se ha vuelto conservador? Más bien se ha vuelto idiota. El asunto es que lleva semanas entre el sopor y el llanto, fabricando charcos de sal, durmiendo sobre ellos, desplegando sus miembros en las baldosas, retorciéndose en babas, llamándose cobarde y miserable y a veces hasta bobo.

Todo empezó por un bloqueo. Es lo que sucede siempre que se encapricha demasiado con cualquiera de sus adquisiciones: viene lo nuevo con su arrebatador poder a curarlo, a restañar esa negrura del alma abierta en canal, pero el entusiasmo, tarde o temprano, se convierte en hastío. Una nueva pieza en la colección, otro muerto-en-vida colgado de la pared, un objeto más, incapaz de taponar ese agujero. De verdad, él preferiría volver a… cierto estado… que posiblemente alguna vez… tuvo… Preferiría enamorarse como taquígrafa, aficionándose a algo, probándolo con amigas en encantadoras veladas vespertinas, expresando con albricias –no muy efusivas- un entusiasmo de salón, e incrementando su ya de por sí enorme diletantismo. Él no sabe hacer eso. Toma, palpa, refriega, lame, ventosea, salpica, sorbe, olfatea, recorre, conversa con su nueva pieza, cuando ésta lo vale, hasta saturarse. Eso es lo que hacen los coleccionistas.

Como taquígrafa, coleccionaría maripositas y sus vitrinas rebosarían orden burgués y cuidado de solterona. Para él es distinto. Cuando se satura, sobreviene el tedio. Cuando ya no puede seguir mirando a esa cosa, debe mirarse a sí mismo. Y entonces se odia.

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Sunday, March 04, 2007 at 6:59 PM

Por cuánto tiempo

"Éste es también el origen de toda actividad artística y tan sólo en el arte puede el hombre hallar la dicha; en especial, en la música. No obstante, esta dimensión estética es accesible exclusivamente a una minoría. E incluso para ellos, no supone más que un instante en un tiempo insoportablemente largo." (Filosofía del Tedio, Lars Svendsen, en relación a Schopenhauer).

Se desliza, agua entre los dedos, la saliva gruesa que le gotea indolente mientras se pregunta, balbuciendo como un niño: ¿por cuánto tiempo?

Han pasado las noches, y los días, sin apenas descerrojar la puerta o descorrer las cortinas. Se ha habituado a su insufrible soledad y vive dentro del eco, del espantoso eco de su cámara que le devuelve una, y otra, y otra, y otra vez la pregunta, mientras absorbe los mocos y el salino producto de su miseria intelectual. ¿Por cuánto tiempo, por cuánto tiempo más habré de vivir entre estos muertos ululantes sin alma?

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